Ningún fenómeno de envergadura similar al itinerario de concepción y gestación de una política de nueva planta en el contexto de la confrontación civil del amanecer del Setecientos hispano nos es quizás hoy tan pobremente conocido. Al primar el estudio de las profundas huellas que las muy diversas versiones y variantes de ese preciso género de intervención política dejó en la genuina fisonomía compositiva de la Monarquía Católica, y así en su tan singular como intrincado sustrato identitario, la historiografía ha terminado velando, casi por completo, todo su dilatado itinerario de gestación. Pero la historia de la nueva planta no se inicia propiamente el 29 de junio de 1707 cuando un monarca firma en el Buen Retiro de Madrid el primero de la serie de decretos que, en nombre de la soberanía y el ius conquestus, convertía en meras reliquias del pasado algunos de los sagrados misterios recién desvelados por Gerardo Ernesto de Frankenau. Tan traumático barrido de la privativa urdimbre de privilegios, fueros y libertades de los reinos de Valencia y Aragón tuvo en realidad un intenso preludio político. Y su más honda sustancia se encierra en los estrechos pero contundentes márgenes de la lectura crítica que los grandes abanderados del unionismo, al hilo de la polarización territorial de la fidelidad política, dispensaron a los tradicionales modos de composición y relación entre el orden particular de los reinos y el universal de la monarquía.
En la inusual y atípica atmósfera política espesada por la incertidumbre jurídica que envuelve la propia ubicación dinástica de la soberanía no sólo arraigo además una interpretación histórica del devenir político hispano consagrada a desvelar y proclamar que la simiente de la guerra civil, y la semilla de la rebelión de los reinos, anidaba en las entrañas mismas de una constitución tradicional, como la objetivada por los maestros de la iuris religio, que despojaba al príncipe de cualquier facultad de disposición sobre la abigarrada constelación de derechos con capacidad para configurar a los reinos hispanos en términos territoriales. Si esa profunda novación de la cimentación política y jurídica del Continente de España dispuesta bajo forma de nueva planta conoció su inicial formulación antes de la definitiva cancelación de la confrontación doméstica fue precisamente porque los más relevantes apóstoles del unionismo no se cansaron entonces de repetir un principio sumamente novedoso: que el teatro de la guerra civil y la rebelión de los reinos no constituía el mejor sino el único y exclusivo escenario en el que podía sustanciarse una reforma que liberase definitivamente al príncipe de aquellas fórmulas transaccionales a las que sin medias tintas y con trazo grueso se imputaba la erosión estructural de los cimientos de la soberanía en latitudes hispanas.
La figura clásica de la occasione, y la semántica de inequívoco cuño maquiaveliano referida a los momentos de oportunidad política, encuadraron por lo demás todos y cada uno de los pliegues de aquel debate nada esencialista pues sólo el predicado de la difícil conciliación entre la innovación y la prudencia permitió aquellos días al Consejo de Aragón anudar una alternativa de muy distinto signo apegada a la distinción ya clásica entre iurisdictio y gubernaculum. Enriquecido con la vibrante llamada en causa de la innecesaria exposición a la fortuna de las armas a la que irremediablemente se vería abocado el monarca por la deriva patriótica que se había de provocar si cualquier expediente de liquidación foral se sustanciaba antes de la completa reducción de los reinos rebeldes, ese fue el único dique de contención que en realidad hubo de sortear el discurso abolicionista, tan bien encarnado por el jurista Melchor de Macanaz y el diplomático Michel de Amelot, que desemboca en la letra del decreto del 29 de junio de 1707.
El resto es bien sabido. Si la Ira Regis sepultó los cantos de sirena vinculados a la concepción amorosa del poder político, y así entonados con la partitura de la clemencia, aquellas serias prevenciones frente al deslumbrante fulgor de la figura de la occasione constituyeron simple y llanamente el canto de cisne del Consejo de Aragón. Pura historia de la política de nueva planta, poco importa que en su versión más madura y matizada, y en su variante más extendida, la definida en 1711, aquella política terminara asumiendo la fisonomía gubernativa que propugnaba el Consejo de Aragón en 1707. Cuando resonaban con toda su fuerza los ecos de la batalla de Almansa un monarca no necesitó evidentemente recabar mayores indicios para interpretar que estaba llamado a gobernar la ocasión.
Fuente: José María Iñurritegui Martínez. Profesor Titular y Secretario. Departamento de Historia Moderna. UNED
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