Una imagen dolorosa
Reconstruyan en su mente el oficio y la imagen fastuosa del Papa y sus obispos, todos hombres, vestidos y engalanados para la ocasión. Forman un semicírculo perfecto; en su centro, el representante del dios que veneran. Los reune una ceremonia de ungüentos, cantos y rezos, calor y luz, y celebran exultantes su significación, que les identifica en su esencia como comunidad. Los colores que visten son níveos, dorados, rojos apasionados, granas, magentas, todos luminosos y festivos. De pronto, imperceptibles por habituales, unas monjas aparecen junto al altar. Las únicas mujeres del oficio, menudas y silenciosas, vestidas de negro riguroso, el color de la negación,el dolor y la muerte. Mujeres que, ante la mirada indiferente de la concurrencia, limpian con ahínco y devoción la piedra ya sagrada. Mujeres exquisitas en su resignación, adorables en su diligencia. Valores requeridos para desempeñar el único papel que se ha asignado a nuestro sexo en la solemne fiesta: la servidumbre de lo más doméstico, la higiene de lo común.
Momentos antes, el Papa había pedido dignidad para la mujer y su desarrollo pleno en el mundo laboral. A mí me ha dolido algo antiguo dentro, algo que me he esforzado en olvidar desde la adolescencia, cuando descubrí que, para la religión y la cultura en las que nací, por el hecho de ser mujer tu lugar en el mundo ya estaba prácticamente decidido. Hoy me ha asaltado por sorpresa la ofensa y la conciencia de su dolorosa vigencia. Y siento que es una de las que siguen dando fundamento y legitimidad a la eternizada violencia contra las mujeres. Al fin y al cabo, desde las más altas instancias de lo piadoso y lo espiritual se nos sigue considerando seres inferiores.
Carta de los lectores aparecida en la edición de 'La Vanguardia' del martes, 9 de noviembre de 2010.
Reconstruyan en su mente el oficio y la imagen fastuosa del Papa y sus obispos, todos hombres, vestidos y engalanados para la ocasión. Forman un semicírculo perfecto; en su centro, el representante del dios que veneran. Los reune una ceremonia de ungüentos, cantos y rezos, calor y luz, y celebran exultantes su significación, que les identifica en su esencia como comunidad. Los colores que visten son níveos, dorados, rojos apasionados, granas, magentas, todos luminosos y festivos. De pronto, imperceptibles por habituales, unas monjas aparecen junto al altar. Las únicas mujeres del oficio, menudas y silenciosas, vestidas de negro riguroso, el color de la negación,el dolor y la muerte. Mujeres que, ante la mirada indiferente de la concurrencia, limpian con ahínco y devoción la piedra ya sagrada. Mujeres exquisitas en su resignación, adorables en su diligencia. Valores requeridos para desempeñar el único papel que se ha asignado a nuestro sexo en la solemne fiesta: la servidumbre de lo más doméstico, la higiene de lo común.
Momentos antes, el Papa había pedido dignidad para la mujer y su desarrollo pleno en el mundo laboral. A mí me ha dolido algo antiguo dentro, algo que me he esforzado en olvidar desde la adolescencia, cuando descubrí que, para la religión y la cultura en las que nací, por el hecho de ser mujer tu lugar en el mundo ya estaba prácticamente decidido. Hoy me ha asaltado por sorpresa la ofensa y la conciencia de su dolorosa vigencia. Y siento que es una de las que siguen dando fundamento y legitimidad a la eternizada violencia contra las mujeres. Al fin y al cabo, desde las más altas instancias de lo piadoso y lo espiritual se nos sigue considerando seres inferiores.
Carta de los lectores aparecida en la edición de 'La Vanguardia' del martes, 9 de noviembre de 2010.
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