A comienzos del siglo XX la feroz competencia entre las navieras británicas se acrecentaba con el poderío de la flota civil alemana. La conexión entre continentes en una época de grandes migraciones humanas y de enorme incremento del comercio mundial dependía de los barcos, de transatlánticos cada vez más grandes y veloces. Por esa razón durante el verano de 1907, Joseph Bruce Ismay, director general de la White Star Line, y lord Pirrie, presidente de los astilleros Harland and Wolf de Belfast, decidieron construir tres buques de pasajeros colosales que les dieran la supremacía oceánica. Entre ellos estaba el Titanic. Su construcción comenzó el 31 de marzo de 1909. Nacía una leyenda que subrayaría un naufragio inolvidable. ¡Cómo no iba a despertar admiración y el deseo irrefrenable de embarcar en su viaje inaugural entre las clases pudientes de Europa y América! Se trataba del primer transatlántico de siete cubiertas con gimnasio, pista de squash, piscina, baños turcos eléctricos, dos peluquerías, cuarto oscuro de revelado para los amantes de la fotografía, perreras -aunque sólo para perros de primera clase- y cuatro ascensores. Su salón principal, el de las películas, era estilo Luis XV y lo presidía una célebre escalera de roble pulido que culminaba con la estatua de un ángel portador de una lámpara. Encima, una cúpula de vidrio por la que entraba luz natural. ¿Era un barco o una tentación? Y además nació con fama de insumergible que de inmediato incorporó a su leyenda. Sin embargo, sus ingenieros nunca dijeron que fuera invulnerable. Alardearon de su seguridad, muy alta para los estándares de la época con su doble casco reforzado, pero no de que fuera insumergible. Más de 100.000 personas presenciaron su botadura el 31 de mayo de 1911. Y es que fue un acontecimiento ver en vivo el objeto móvil más grande construido hasta entonces.
Fuente: La Vanguardia.
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